Se bajo de la bicicleta de amortiguadores altos. Supongo que después de mi indeseable pregunta, hizo todo para que esto tenga un final acorde a alguna circunstancia que pensábamos que habíamos vivido. Agarramos Bogotá derecho. El barrio se derrumbaba. La vida, que esta vez me había hecho un pequeño guiño, le volvió a buscar la quinta pata a la cosa. Caminamos unas cuadras. En ningún momento dejaste de mirar el manubrio de la bici. El viento empezaba a jugarle una mala pasada a esa pollera que tenías. Supongo que fue por esa misma pollera que empecé a pensar en que por ahí me empezabas a parecer tierna. Lo primero que recuerdo haberte escuchado decir fue que todo indicaba que la revolución estaba mucho más cerca que la última vez en que nos habíamos visto. Que te parecía que era ahora. Que si juntaban algunos flaquitos más la cosa iba a empezar a tomar otro color. Me pregunté si eras capaz de matar a una persona. Me contesté que probablemente. Hablabas como ninguna. Paraste en Campichuelo y Avellaneda y me dejaste la bici a cargo por unos minutos. El enorme graffiti que pintaste en el frente de esa casa me dio escalofríos. Por un momento lo volví a pensar, no te voy a decir que no. Volviste a cruzar la calle, con las manos manchadas de rojo. Te secaste en mi ropa a modo de chiste y decidiste continuar el camino.
La sentí muy cerca y muy lejos. Me saludó con un beso en las dos mejillas y entró. Se había perdido.
jueves, 22 de octubre de 2009
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