domingo, 8 de noviembre de 2009

Un beso

Me acompañaste hasta la parada de la vía que corría por detrás de los galpones. Los pendejos seguían siendo pendejos. Jugaban a aquello que habían empezado a jugar cuando llegue al oeste y te salude con aquel beso en la mejilla. No me quiero poner en pelotudo, pero la secuencia fue dura. Porque vos sabías que ese beso de despedida me lo dabas por un consuelo. Sabías que yo lo sospechaba y no me animé a decir nada. Las cosas estaban demasiado enrarecidas para que encima me cuelgue de la rasta que tenías sobre la oreja derecha y te empiece a contar porque me había ido hasta allá además de por que me habías encandilado. Me miraste y supe que dudaste. Habrás pensado en varias posibilidades y entendiste que ese beso que todavía guardo era la mejor forma de terminar con esto sin decir una palabra. Que cualquier intento estaba de más. Pensaste en que el flaco que te estaba mirando no iba a ser tan pelotudo de confundirse. Que tenías ganas de dar ese beso. Que tenías ganas de que sea el último. Yo te miré y si bien me di cuenta como venía el asunto me prometí dártelo sin volver a pensarlo después. Las cosas pasan y uno sabe cuando se promete algo que no va a cumplir. No hubo un atardecer en que no haya extrañado la caricia que acompaño el movimiento de tu boca. El Bondi vino demasiado rápido. Te tuve que soltar la mano antes de lo que hubiese querido y saqué boleto de $1,60. Podría haber sacado de $1,10. Pero si yo te pudiese contar mi angustia entenderías la confusión.