viernes, 9 de septiembre de 2011

Galeano

Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable.

viernes, 8 de julio de 2011

Era él

Había terminado de almorzar un suculento guiso. Luego de tomarse el último vaso de vino y soda decidió que era un buen horatio para enfrentarse a los fantasmas. Era la 1 y media del mediodía y el barrio se derrumbaba en un nostálgico sol de otoño. Salió de la casa en la que estaba hacía ya más de 2 días. 2 días en los que no había visto el sol. 2 días en los que estuvo preguntándose cosas hasta hartarse. Decidió salir con su paranoia y un fierro en la cintura. No lo inquietaba la idea de caer. Pensaba que era uno de los finales posibles entre muchos otros. No le intrigaba demasiado cual de estos finales le tocaría. Suponía que en toda esta movida había algo de azar y algo de destino. Suponía también que ese era un problema que no podría solucionar. Que era mejor salir y empezar a definir su situación. Pensó en la vieja, en algún amigo y en el graffiti que había pintado días atrás en aquel enorme paredón. Se acordaba de la primera vez que había disparado y le parecía un recuerdo demasiado cercano. Caminó por la calle repleta de polvo, escombros y zanjas. Doblo en la primera a la derecha. Respiró profundo. Se detuvo. Vio pasar una camioneta negra y apuró el paso. Entro por el portón de rejas y salió a los 22 minutos. Caminó junto al alambrado y entendió que el final estaba a 40 metros. Volvió a doblar a la derecha y se sintió imbatible. Pensó en que por ahí, si le dejaban dar esa última vuelta analizaría la posibilidad de volver a instalar antenas de Direct TV. Una última vuelta. Si no moría no mataba, se juraba a si mismo mientras pasaba por el kiosco. O por ahí no. En una de esas podía morir y ya. Sus propias reflexiones le empezaban a romper las pelotas. Recordó nuevamente aquel día de enero en el que había agarrado ese fierro y había amenazado a uno que pasaba por ahí. Ahora le parecía que eso había pasado hace mucho tiempo. Atravesó la canchita de fútbol y se detuvo a fumarse un faso, sentado en la parecita. Pensó que ese era el lugar que el había elegido para caer. Y que nadie tenía huevos para animársele. Que lo demás no importaba demasiado. Que el andaba solo. Decidió volverse a su casa a conversar con alguna mujer porque estaba teniendo demasiadas ganas de seguir viviendo.

jueves, 3 de febrero de 2011

La caída

Al negro no le gustaba mucho eso de jactarse. Le parecía que su rol de conductor sólo era tal en la medida en que una serie de pelotudos agarraban los fierros y estaban dipuestos a morir. Agarrar los fierros. Al Negro siempre le había dado un temor lejano la sola idea de matar a alguien. Porque el Negro era sólo eso, el Negro. Y Mario Eduardo no podía soportar esa idea. Porque el carisma era algo que el nunca… en fin. Había estado charlando unos meses antes de la caída final. Mario Eduardo había apoyado un 22 en la mesa del comedor de su propia casa. El Negro tenía unos papeles y unos bermudas que según su mujer le quedaban pintados
- el Negro está cantando- diría meses más tardes Graciela luego de que delatará a sus compañeros y las pintadas reivindicativas se transformaran en repudio.
Mario Eduardo ya le había advertido algo de todo esto. Mario Eduardo advertía demasiado y eso a Rodolfo lo irritaba sobremanera. Cuando se encontraron en aquella mesa el Negro hizo referencia a una isla en tigre a la que iría a vivir junto a su familia
-Vos conducis, tu poder son tus saberes. Si te vas no volvés.- había dicho Mario Eduardo. Al Negro le cambió la cara (el lugar común indicaría que tendría que haber escrito “se puso blanco”, pero el mundo se atesta de lugares comunes, con lo cual esta prosa reveladora interviene con conceptos realmente transformadores y con una potencialidad revolucionaria nunca vista desde los tiempos de Paco Urondo).
El Negro putió a Olmedo y a Marcos en silencio. Ellos ya no estaban, de manera que él era el gil que tenía que escuchar los delirios de ese flor de pelotudo.
- La revolución la podíamos hacer solitos- había dicho en aquel cónclave
Mientras Marito hablaba, el Negro calculaba las posibilidades concretas de asesinarlo con la lapicera que tenía en la mesa de luz. Había visto una película en donde sucedía eso. Ya en la ESMA, picana de por medio, se arrepentiría de no haberlo hecho.
-El Negro está cantando- le dirían meses más tarde a Graciela
Lo cierto es que el Negro no cantaba. Sí, Mario Eduardo, que un día lluvioso lo visitó a su celda junto a Don Emilio. Las pintadas en todo el país empezaban a rezar “Quieto Traidor” y el Negro pensaba que si lo picaneaban todavía más, quizás podría empezar a apagar tanta angustia. Las llagas le dolían hasta los huesos. Entendió que ese era el mejor final. Mientras salía del calabozo y subía al falcon pensaba que quizás se había equivocado en sostener que las condiciones objetivas daban como para agarrar los fierros. Mientras se comía un par de patadas de una marino en el auto, recordaba lo de Garín y le parecía que había sido una hermosa travesura. Cuando bajaba del auto y subía a ese helicóptero en El Palomar, maldecía a ese viejo puto y pensaba que jamás volvería a confiar en el movimiento. Cuando levantó vuelo, y mientras observaba el inmenso río suponía que de volver existir probablemente cometería más errores. El Negro estaba contento con lo hecho y pensaba que no habría podido vivir sin aunque sea intentarlo. Que su vida no podía caber en otras vidas. Y que la revuelta era sólo una búsqueda, nada más que eso. Que quienes la idealizaban y la militarizaban eran los que menos se la aguantaban. Ya en el barril de cemento y a punto de ser tirado, volvió a pensar en la revolución como una búsqueda inútil, y pensó que quería sentir el agua en su rostro cuanto antes. Porque ahí comenzaría otra movida. Pensó en que la vida era un delgado hilo que cada tanto se cortaba y ahí era cuando había que ponerse a buscar la puntita. Y al instante le pareció que esa reflexión podría ser un perfecto final de un relato sobre su efímera y perseverante existencia.