Al negro no le gustaba mucho eso de jactarse. Le parecía que su rol de conductor sólo era tal en la medida en que una serie de pelotudos agarraban los fierros y estaban dipuestos a morir. Agarrar los fierros. Al Negro siempre le había dado un temor lejano la sola idea de matar a alguien. Porque el Negro era sólo eso, el Negro. Y Mario Eduardo no podía soportar esa idea. Porque el carisma era algo que el nunca… en fin. Había estado charlando unos meses antes de la caída final. Mario Eduardo había apoyado un 22 en la mesa del comedor de su propia casa. El Negro tenía unos papeles y unos bermudas que según su mujer le quedaban pintados
- el Negro está cantando- diría meses más tardes Graciela luego de que delatará a sus compañeros y las pintadas reivindicativas se transformaran en repudio.
Mario Eduardo ya le había advertido algo de todo esto. Mario Eduardo advertía demasiado y eso a Rodolfo lo irritaba sobremanera. Cuando se encontraron en aquella mesa el Negro hizo referencia a una isla en tigre a la que iría a vivir junto a su familia
-Vos conducis, tu poder son tus saberes. Si te vas no volvés.- había dicho Mario Eduardo. Al Negro le cambió la cara (el lugar común indicaría que tendría que haber escrito “se puso blanco”, pero el mundo se atesta de lugares comunes, con lo cual esta prosa reveladora interviene con conceptos realmente transformadores y con una potencialidad revolucionaria nunca vista desde los tiempos de Paco Urondo).
El Negro putió a Olmedo y a Marcos en silencio. Ellos ya no estaban, de manera que él era el gil que tenía que escuchar los delirios de ese flor de pelotudo.
- La revolución la podíamos hacer solitos- había dicho en aquel cónclave
Mientras Marito hablaba, el Negro calculaba las posibilidades concretas de asesinarlo con la lapicera que tenía en la mesa de luz. Había visto una película en donde sucedía eso. Ya en la ESMA, picana de por medio, se arrepentiría de no haberlo hecho.
-El Negro está cantando- le dirían meses más tarde a Graciela
Lo cierto es que el Negro no cantaba. Sí, Mario Eduardo, que un día lluvioso lo visitó a su celda junto a Don Emilio. Las pintadas en todo el país empezaban a rezar “Quieto Traidor” y el Negro pensaba que si lo picaneaban todavía más, quizás podría empezar a apagar tanta angustia. Las llagas le dolían hasta los huesos. Entendió que ese era el mejor final. Mientras salía del calabozo y subía al falcon pensaba que quizás se había equivocado en sostener que las condiciones objetivas daban como para agarrar los fierros. Mientras se comía un par de patadas de una marino en el auto, recordaba lo de Garín y le parecía que había sido una hermosa travesura. Cuando bajaba del auto y subía a ese helicóptero en El Palomar, maldecía a ese viejo puto y pensaba que jamás volvería a confiar en el movimiento. Cuando levantó vuelo, y mientras observaba el inmenso río suponía que de volver existir probablemente cometería más errores. El Negro estaba contento con lo hecho y pensaba que no habría podido vivir sin aunque sea intentarlo. Que su vida no podía caber en otras vidas. Y que la revuelta era sólo una búsqueda, nada más que eso. Que quienes la idealizaban y la militarizaban eran los que menos se la aguantaban. Ya en el barril de cemento y a punto de ser tirado, volvió a pensar en la revolución como una búsqueda inútil, y pensó que quería sentir el agua en su rostro cuanto antes. Porque ahí comenzaría otra movida. Pensó en que la vida era un delgado hilo que cada tanto se cortaba y ahí era cuando había que ponerse a buscar la puntita. Y al instante le pareció que esa reflexión podría ser un perfecto final de un relato sobre su efímera y perseverante existencia.
jueves, 3 de febrero de 2011
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