lunes, 6 de octubre de 2008

Crónica en el Museo Nacional de Bellas Artes

Crónica sobre la visita al Museo Nacional de Bellas Artes

Siete de la tarde, viernes, mi Buenos Aires querido es un verdadero hervidero de bocinas y smog. Una interminable cortina de autos se abre paso sobre la iluminada avenida Pueyrredón El trabajo quedó atrás y la idea de ir al teatro sigue sin convencerme demasiado.
― ¿A qué hora cierra el Museo de Bellas Artes?
Con un desgano llamativo la respuesta del quiosquero se demora unos segundos
― Ocho y media, pero apurate porque después de las siete y media estos vagos terminan el día
¿Cómo será el trabajo en medio de tanto arte?, veremos
Avenida del Libertador 1473, el edificio surge en medio de autos, árboles y una ciudad que como siempre parece estar de espaldas a su río. Entro por la primera de las arcadas, los motores empiezan a perderse: ahora si, helo ahí, “el arte”.
El Museo Nacional de Bellas Artes, establecido en su actual sede desde 1931, es el mayor reservorio del arte con mayúsculas de Argentina. Con 12713 obras, de las cuales sólo 700 son exhibidas el museo también es quizás el más importante de Latinoamérica.
Laberínticos caminos conducen por los diferentes períodos de la historia del arte argentino y universal.
― Mirá que el Museo está por cerrar- la señora rubia de la puerta parece indicarme sus ganas de que ya no esté allí. Por dentro se que tomé la mejor de las decisiones. La “hora pico” del MNBA ha pasado, y en el edificio sólo nos encontramos los empleados, yo y el arte. Me excuso alegando el horario de cierre publicado en la página web y comienzo mi recorrido. Soy observado con cara de pocos amigos. A mi izquierda se abre el ¿pabellón? correspondiente al arte medieval. Obras de carácter religioso, y una breve reseña sellada en la pared, que afirma lo que en definitiva escuchamos siempre: que Dios era el centro del mundo, que el arte de aquella etapa estaba orientado hacia ese fin y las pinturas no saldrían demasiado de Cristo u otros íconos religiosos. Algunas esculturas se mezclan entre los numerosos cuadros. Al costado de cada obra, nombre y autor, no recuerdo si año. Una obra de realizador anónimo me llama la atención. ¿Cómo explicar su existencia? Me pregunto por el arte y su justificación histórica.
El enmarañado recorrido de paredes y contra paredes se despliega paralelamente a una delgada línea negra que establece la distancia entre el arte y el espectador. Apenas por encima unos dispositivos con luz roja parecieran ser los censores que controlan la peligrosa cercanía. De todos modos no me animo a comprobarlo.
Cada una de las salas cuenta con un empleado, que sentado en una silla a veces y otras parado controla el movimiento de visitantes. En la sala de esculturas me detengo a hablar con uno de ellos. Un hombre de unos 60 años, que trabaja en el museo desde que asumió su anteúltimo director ejecutivo, Jorge Benjamín Glusberg quien fue recientemente procesado por presuntas negociaciones incompatibles con la administración pública durante su gestión al frente del museo.
Sus declaraciones me sorprenden:
― Es un trabajo tranquilo, piense que yo ingreso alrededor de las 12 del mediodía hasta las 20. Casi tengo tiempo para leer un libro diario.
La charla no recoge demasiados datos más, el cuidador no presenta demasiado entusiasmo. Me alejo por uno de los pasillos pensando en el arte y la cotidianeidad. A mis costados algunos de los empleados empiezan a tomar posición de las escaleras. Charlan en medio de una informalidad que no esperaba. Hacen chistes, disfrutan de las vísperas del fin de semana que está por venir. Yo me pregunto que representará para ellos aquellos cuadros de Rubens o Kandinsky.
En el museo trabajan 180 personas entre empleados administrativos, de seguridad, de limpieza y guías de turismo que cumplen la carga horaria del personal del estado: 35 horas entre lunes y viernes. Los sábados y domingos son reemplazados por personal rotativo. Es por esto que el museo tiene una franja horaria para las visitas mucho menor a la de otros museos internacionales. Mientras el Museo del Louvre trabaja de lunes a viernes de 9 a 18, el MNBA lo hace de 12 a 20:30.
Por los altoparlantes comienza a hacerse explícita la intención de que abandone el establecimiento. Sin total seguridad creo ser el último de los visitantes. Solicito unos minutos más, aún no vi a Picasso.
Pabellón planta baja sobre el margen derecho. El sector es inaugurado con una breve reseña sobre el Simbolismo. Llegamos a la etapa de la abstracción, a aquel arte más difícil de observar sin caer en el lugar común del “esto lo puedo hacer yo”, como si el arte sólo fuera estilo y destreza, como si el arte no fuese una forma de intervención política. Pollock, unos cuantos artistas rusos cuyos nombres no recuerdo, y allí más atrás Picasso. En medio de un espacio sombrío, un silencio abismal, paredes y más paredes, obras y más obras, allí frente a “Una mujer acostada” sentí que presenciaba arte. Volví a pensar en ellos los empleados, y en qué pensarían cuando día a día transcurren esos laberintos.
Mi estadía definitivamente está terminada. Una señora de unos 45 años me informa personalmente el cierre del edificio. Recorro los últimos pasillos de vuelta hacia el hall central. Los empleados están en pequeños grupos esperando el fin de su agonía. Una vez afuera escucho una voz lejana
―La próxima vez no entran a esa hora, esto es un museo no un comercio.

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